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Martes, 18 Febrero 2014 01:34

Monógamos seriales, infieles clandestinos, amantes del amor

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Desconfío de esta tendencia de sobrevalorar la sexualidad, hacer de ella no sé que especie de éxtasis, de puerta abierta al absoluto, como si el cielo estuviera a tiro de orgasmo.

André Comte-Sponville

Según la antropóloga Helen Fischer los hombres son monógamos seriales con infidelidades ocasionales. Esto obedece a estrategias que tienden a privilegiar la propagación de la especie, en resumidas cuentas la naturaleza es siempre la ganona e intenta imponerse. El hombre es infiel para diseminar su semilla (de ahí viene la palabra semen) pero se queda con la hembra para protegerla y a su descendencia durante el tiempo precario que el animal racional se desarrolla pues, por el tamaño de nuestra cabeza y las dificultades de pasar por el canal vaginal nacemos prematuros. Frágiles, profundamente desvalidos, necesitamos la protección y cuidados de lospadres por mucho tiempo. Por su parte, la mujer, como buena recolectora y encargada de alimentar a las crías busca un hombre que se quede y otro más por si el original la abandona o para que ayude con el gasto en tiempos de crisis.

 

Jugando a doble o nada los hombres durante siglos buscaron la forma de asegurar la procreación y la sobrevivencia, luego llegó la noción de pecado y lo demás lo conocemos. Pero ni siquiera el miedo al infierno acabó con las dobles vidas y con el gusto por las canas al aire. Justo es también decir que según la misma autora los animales también experimentan una forma de enamoramiento que les hace preferir a una pareja sobre otra por el tiempo en que la cría se desarrolla. También es de admirar que existen parejas que encuentran la manera de crear lazos fuertes, una convivencia armónica y hacer que la fidelidad se imponga a cualquier condición o propensión genética.

En Anatomía del amor, Fischer intenta desentrañar el problema a partir de nuestra historia como especie. Ella afirma que en nuestra inclinación sexual se revelan las intenciones de una naturaleza cuyo cometido es la reproducción y con este fin establece dos estrategias: la monogamia serial (dado que la mayoría de los seres humanos desde la prehistoria hasta la postmodernidad, establecen relaciones a mediano plazo marcadas por una biología del amor cuya función es asegurar el adecuado desarrollo y supervivencia de la nueva generación) y la infidelidad ocasional: “De modo que somos criaturas que vivimos en un mar de corrientes que tironean nuestra vida de familia en una y otra dirección. Sobre el antiguo mapa de la monogamia en serie y el adulterio clandestino, nuestra cultura proyecta la sombra de su propio diseño” (Fischer: 303). Así que volvemos al pasado ”Somos más nómadas y existe mayor igualdad entre los sexos. En este sentido estamos volviendo a una forma de vivir el amor más compatible con nuestro antiguo espíritu humano” (Fischer:284).

Por otra parte, el filósofo José Antonio Marina en su Diccionario de los sentimientos dice que el amor no existe, lo que existe es una serie de sentimientos que etiquetamos con esa palabra y que comienza con una emoción que es el puerto del que zarpan todos ellos: el deseo.

Los deseos son espirituales, porque a diferencia de los impulsos pertenecen al mundo simbólico. El deseo detona el circuito de la acción. Introduce en este proceso un momento de claridad consciente en que rompe la fluida secuencia, es decir, momentáneamente detiene el tiempo y habita una zona media entre la pulsión y el proyecto, nuestra vida está dirigida por deseos que se tangibilizan en proyectos y luego en actos. Somos seres lujosos y lujuriosos, es decir, excesivos, como dicta la etimología de ambas palabras, deseamos mucho más de aquello que necesitamos y somos capaces de alterar el rumbo de nuestro destino, de nuestra historia. El deseo habita en todas las zonas del amor pero pensemos que el antojo, la lujuria y el capricho le son más afines al puro sexo, son sensaciones pasajeras que no requieren de un objeto del deseo idealizado o único; mientras el amor se reviste de empeño, afán, ansia, avidez y anhelo. Vocablos, estos últimos, más afines al trabajo de conquista, a la energía de desear a la distancia, a la idealización de un solo objeto del deseo.

Desde la era Medieval, el enamoramiento es considerado una suerte de enfermedad, una inclinación que nos posee y que no podemos controlar así que era fácil hablar de elixires o hechizos que causaban un rapto a los amantes. Lo cierto es que el amor requiere de una disposición y es un acto voluntario, no así la atracción sexual. En la sintomatología del amor tenemos al dolor por la ausencia del ser amado y alegría de su presencia. Una sensación de libertad absoluta porque la vida cobra un sentido que, quizás, había perdido. Ganas de tener sexo, de comunicarse, de estar juntos, de compartir una tarde, una película o una canción, querer y ser querido.

El amartelamiento o enamoramiento comienza cuando una persona adquiere significado especial y se convierte en un pensamiento que invade la mente, es como nos dicen Ortega y Gasset y Simon Weil, una enfermedad de la atención. En esta etapa se ven claramente los defectos del objeto amado pero se les mira como rasgos distintivos y de modo positivo. Dos sentimientos dominan las ensoñaciones del enamorado: esperanza e inseguridad. La adversidad es la clave incendiaria de la pasión amorosa. Se experimenta incluso malestar físico, debilidad, mareo, etcétera. Sensación de vulnerabilidad, timidez, miedo al rechazo, sensación de impotencia de que el sentimiento es incontrolable y no estaba planeado.

El enamoramiento podría ser desencadenado por el olfato, todos tenemos un olor distintivo, desde recién nacidos reconocemos el olor de nuestra madre y podemos llegar a recordar en la vida 10 mil aromas diferentes. Budelaire creía que en ese aroma vivía el alma humana. En muchas culturas se hacen regalos sudorosos, pañuelos y manzanas impregnados del sudor del amado o amada. (www.etcetera.com)

 




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